I. Ha resucitado el buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya.

Esa figura determina la liturgia de hoy. El sacrificio del Pastor las ha devuelto al redil. Años más tarde, San Pedro afianzaba a los cristianos en la fe recordándoles en medio de la persecución lo que Cristo había hecho y sufrido por ellos. Por eso la Iglesia entera se llena de gozo inmenso de la resurrección de Jesucristo y le pide a Dios Padre que el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor.

La liturgia nos invita a meditar en la misericordiosa ternura de nuestro Salvador, para que reconozcamos los derechos que con su muerte ha adquirido sobre cada uno de nosotros. También es una buena ocasión para llevar a la oración personal nuestro amor a los buenos pastores que Él dejó en su nombre para guiarnos y guardarnos.

En el Antiguo Testamento se habla frecuentemente del Mesías como el buen Pastor que habría de alimentar, regir y gobernar al pueblo de Dios, abandonado y disperso. En Jesús se cumplen las profecías, con nuevas características. Él da la vida por sus ovejas y establece pastores que continúen su misión. Frente a los ladrones, que buscan su interés y pierden el rebaño, Jesús es la puerta de salvación; quien pasa por ella encontrará pastos abundantes. Existe una tierna relación personal con sus ovejas: llama a cada una por su nombre; va delante de ellas; le siguen porque conocen su voz... Es el pastor único y supremo que forma un solo rebaño protegido por el amor del Padre.

En su última aparición, poco antes de la Ascensión, Cristo resucitado constituye a Pedro guía de la Iglesia. Se cumple entonces la promesa que le hiciera poco antes de la Pasión: he rogado por tí para que no desfallezca tu fe y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos. Le profetiza que, como buen pastor, también morirá por su rebaño.

Cristo confía en Pedro, a pesar de las negaciones. Sólo le pregunta si le ama, tantas veces cuantas habían sido las negaciones. El Señor no tiene inconveniente en confiar su Iglesia a un hombre con flaquezas, pero que se arrepiente y ama con obras.

La imagen del pastor que Jesús se había aplicado a sí mismo pasa a Pedro: él ha de continuar la misión del Señor, ser su representante en la tierra.

Las palabras de Jesús a Pedro -apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas- indican que la misión de Pedro será la de guardar todo el rebaño del Señor, sin excepción. Y “apacentar” equivale a dirigir y gobernar.

Como señala el Concilio Vaticano II, Jesucristo “puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en su persona el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión”.

Donde está Pedro se encuentra la Iglesia de Cristo. Junto a él conocemos con certeza el camino que conduce a la salvación.

II- Sobre el primado de Pedro -la roca- estará asentado, hasta el fin del mundo, el edificio de la Iglesia. Su figura se agranda de modo inconmensurable; el nombre posterior que reciban sus sucesores será el de Vicario de Cristo, es decir, el que hace las veces de Cristo. Pedro es la firme seguridad de la Iglesia frente a todas las tempestades que ha sufrido y padecerá a lo largo de los siglos. Saldrá victoriosa a pesar de que estará sometida a pruebas y tentaciones.

El amor al Papa se remonta a los comienzos de la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles nos narran la conmovedora actitud de los primeros cristianos, cuando San Pedro es encarcelado por Herodes Agripa, que espera darle muerte después de la fiesta de Pascua. La Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios.

Debemos rezar mucho por el Papa, que lleva sobre sus hombros el grave peso de la Iglesia, y por sus intenciones. Quizá podemos hacerlo con las palabras de esta oración litúrgica: Que el Señor le guarde, y le de vida, y le haga feliz en la tierra, y no le entregue en poder de sus enemigos. Todos los días sube hacia Dios un clamor de la Iglesia entera rogando “con él y por él” en todas partes del mundo. No se celebra ninguna Misa sin que se mencione su nombre y pidamos por su persona y por sus intenciones. El Señor verá con mucho agrado que nos acordemos a lo largo del día de ofrecer oraciones, horas de trabajo o de estudio, y alguna mortificación por su Vicario aquí en la tierra. “Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón”: ojalá podamos decir esto cada día con más motivo.

III- Junto a nuestra oración, nuestro amor y nuestro respeto para quien hace las veces de Cristo en la tierra. Por esto, “no cederemos a la tentación, demasiado fácil, de oponer un Papa a otro, para no otorgar nuestra confianza sino a aquel cuyos actos respondan mejor a nuestras inclinaciones personales. No seremos de aquellos que añoran al Papa de ayer o que esperan al de mañana para dispensarse de obedecer al jefe de hoy”.

No habría respeto y amor verdadero al Papa si no hubiera una obediencia fiel, interna y externa, a sus enseñanzas y a su doctrina. Los buenos hijos escuchan con veneración aun los simples consejos del Padre común y procuran ponerlos sinceramente en práctica. En él debemos ver a quien está en lugar de Cristo en el mundo: al “dulce Cristo en la tierra”, como solía decir Santa Catalina de Siena; y amarle y escucharle, porque en su voz está la verdad.

Si estamos muy unidos al Papa, no nos faltarán motivos, ante la tarea que nos espera, para el optimismo que reflejan estas palabras de Mons. Escrivá de Balaguer: “Gozosamente te bendigo, hijo, por esa fe en tu misión de apóstol que te llevó a escribir: ‘No cabe duda: el porvenir es seguro, quizá a pesar de nosotros. Pero es menester que seamos una sola cosa con la Cabeza -ut omnes unum sint- por la oración y por el sacrificio’”.

Oremos por nuestro querido Papa León XIV.